Entre junio y agosto de 2023 tuve ocasión de hacer una estancia en Taiwán. Fue una experiencia que entrelazó vivencias urbanas y académicas, exploraciones históricas y una inmersión en la exuberante cultura y naturaleza de esta isla fascinante. Viví en Taipéi, pero recorrí ciudades como Taichung y la región de Yilan, y me adentré en las montañas centrales, todo mientras desentrañaba algunas capas históricas que conectan a Taiwán con el mundo, desde la fugaz presencia del Imperio español hasta su modernización bajo dominio japonés.
Taipéi: un caleidoscopio urbano
En Taipéi la vida tiene un ritmo vibrante y acogedor. Esta megalópolis es una fusión constante entre tradición y modernidad. Recorrerla es sumergirse en un crisol de tradiciones antiguas y modernidad desenfrenada. Cada mañana, me encontraba con el contraste de calles llenas de motos y coches con el omnipresente pitido de sus bocinas y las sombras de modernas torres de apartamentos que empequeñecen, e incluso intimidan, rincones con pagodas centenarias.
El rascacielos Taipei 101, que hasta hace poco fue el edificio más alto del mundo, es una constante en el horizonte. Subir a su mirador proporciona una vista espectacular de la ciudad, especialmente al atardecer, cuando las luces comienzan a parpadear y Taipéi adquiere una magia especial. Mientras el Taipei 101 domina el horizonte y permite servir de referencia a los transeúntes que alzan la vista para ubicarse a lo largo de las avenidas más abiertas, los mercados nocturnos como Raohe y Shilin sumergen al visitante en la verdadera vida local, con una increíble oferta de comida callejera y ambiente festivo. Merece la pena recorrerlos cuando comienza a anochecer. Hay decenas de ellos. Además, templos como Longshan evocan destellos de una espiritualidad que resiste a su desaparición pero que paradójicamente siguen ocupando cierta centralidad en la vida cotidiana, con rituales que honran a deidades taoístas y budistas.
En la Universidad Nacional de Taiwán (NTU), una de las instituciones más prestigiosas del país, tuve ocasión de realizar una estancia académica como investigador visitante. Fundada en 1928 durante la ocupación japonesa, su campus no solo es un epicentro del conocimiento, sino también un lugar de interés arquitectónico y cultural. Edificios como la Biblioteca General y los que alojan a varias facultades e institutos combinan estilos coloniales japoneses con influencias modernas, reflejando el legado de esta época. Pasear por sus senderos arbolados es una pausa tranquila en medio del dinamismo y bullicio de la capital. Un pequeño oasis en medio de una metrópolis vibrante y tecnológicamente muy avanzada, con algunas curiosas similitudes al urbanismo y estilo de vida japonés.
Si bien la sociedad taiwanesa ha desarrollado una cierta identidad propia, sobre todo los más jóvenes, no puede desconectarse ni económica ni culturalmente de su matriz étnica y lingüística china, desde tiempos en que la isla fuera ocupada por un cacique de la dinastía Ming tras la invasión de los manchúes de la China continental. De facto, la mayoría de los taiwaneses son de etnia Han y hablan chino mandarín. Las impresionantes colecciones de arte chino, que pueden apreciarse en el Museo Nacional del Palacio, es una prueba palpable de ese nexo histórico imborrable, aunque no exento de controversia. Taiwán aparece así en cierto modo como guardiana de una parte crucial de la historia china que el maoísmo y su “revolución cultural” destruyó, y que poco a poco Pekín desde tiempos de Deng Xiaoping está tratando de recuperar.
El pequeño y sorprendente legado español
Entre las historias más gratas que descubrí, me fascinó especialmente el capítulo poco conocido de la presencia española en Taiwán. En 1626, como parte de la expansión comercial y religiosa del Virreinato de Nueva España, desde la Capitanía General de Filipinas, hacia el Mar de China, España estableció un asentamiento en el norte de la isla. Bautizaron la bahía de Keelung como Santísima Trinidad y construyeron los Fuertes Santo Domingo y San Salvador. Estos bastiones tenían un doble propósito: controlar el comercio marítimo en el estrecho de Formosa, llamado así por los navegantes portugueses, y contrarrestar la influencia de los holandeses, quienes se instalarían en el sur de la isla en Fort Zeelandia (actual Tainan).
Desde Manila, la Capitanía General de Filipinas administraba estas expediciones, viendo a la Isla Hermosa como un punto estratégico para el comercio con China y Japón, así como para la evangelización católica. Hoy, en la bahía de Keelung, aún pueden encontrarse vestigios de esa breve pero significativa presencia que duró hasta 1642.
Cabe recordar que, en este corto periodo de la gobernación española, los misioneros católicos españoles, especialmente los dominicos y franciscanos, bautizaron a unos 5.000 taiwaneses indígenas, principalmente el pueblo basay en Keelung y Tamsui y el pueblo kavalan en Yilan, durante la época de la gobernación española. Resulta realmente sorprendente el crisol cultural que en pocos años se formaría en el norte de la isla, cuando los españoles asentaron a chinos sangley y a algunos japoneses cristianos, y emplearon al menos a varios centeneras de filipinos nativos (especialmente kapampangan), mestizos mexicanos, mulatos, negros, amerindios mejicanos y algunos españoles criollos mejicanos de Nueva España (Méjico) y filipinos españoles de las Filipinas, como soldados y trabajadores.
Esta conexión histórica muestra cómo Taiwán ha sido un enclave estratégico en las rutas comerciales globales desde hace siglos, y lo sigue siendo, a la vez tiene una significación especial para España, porque recuerda su dimensión universal, también en el mundo asiático, aunque en lo que respecta a Taiwán, la experiencia de la isla Hermosa fuera un episodio muy efímero.
La era japonesa y su legado duradero
Un período crucial en la historia taiwanesa fue el dominio japonés (1895-1945). Taiwán pasó a manos de Japón tras la derrota de China en la Primera Guerra Sino-Japonesa, convirtiéndose en su primera colonia. Durante este período, los japoneses modernizaron la infraestructura de la isla, introduciendo ferrocarriles, sistemas de irrigación y nuevos diseños urbanos.
El impacto japonés se percibe todavía hoy, especialmente en la arquitectura y la gastronomía. Lugares como el edificio del Museo Nacional de Taiwán, construido en estilo neoclásico durante la era japonesa, son un recordatorio tangible de esa época. En la vida cotidiana, la influencia se refleja en el gusto por platos como el katsu y la popularidad de los baños termales, una tradición japonesa que perdura en lugares como Beitou, cerca de Taipéi. También es evidente en la disciplina, limpieza y orden en las ciudades, un eco de los valores inculcados durante la ocupación que todavía los taiwaneses más ancianos pueden recordar.
Excursiones: entre arte y naturaleza
Mi viaje no se limitó a Taipéi. En Taichung, una ciudad conocida por su carácter artístico, visité la Rainbow Village, un proyecto de arte urbano único que celebra la creatividad local. Pero lo que más me impresionó fueron las montañas de Dasyueshan, donde se puede hacer senderismo entre bosques densos que parecían pertenecer a otra era.
En Yilan, al este, se puede disfrutar de su naturaleza intacta y de una costa agreste que mira al Pacífico con firmeza. El Parque Nacional de Taroko, con sus imponentes gargantas de mármol y ríos cristalinos es una parada recomendable. En el centro de la isla, en el lago Sun Moon y las montañas de Alishan, es habitual que se posen nubes sobre el valle, una escena digna de presenciar. Esta región es también hogar de comunidades indígenas como los tsou, cuyos conocimientos y tradiciones se están recuperando en los últimos tiempos.
Una isla de sabores
La cocina taiwanesa es un reflejo de su historia tan diversa. Según afirman algunos taiwaneses, es donde mejor se puede saborear la inmensa variedad de la gastronomía china, como consecuencia de la afluencia a la isla de abundante población china de muchas provincias al término de la guerra civil china en 1949. Lo cierto es que durante siglos Taiwán ha recibido influencias de distintas regiones chinas, particularmente de Fujian y Guangdong. De esta mezcla surgieron platos icónicos como el beef noodle soup y los xiaolongbao. Resulta harto difícil tener unos platos favoritos en Taiwán porque cuando uno piensa que ya tiene su decisión hecha, descubre otros tantos nuevos cada día que le hacen cambiar de opinión. Lo que nunca me atreví a probar fue el stinky tofu, pues como la propia palabra revela, desprende un aroma demasiado penetrante que me hizo desistir de intentarlo. La herencia japonesa también es evidente en la gastronomía, desde el consumo de sushi y sashimi hasta postres como el mochi. La variedad es abrumadora, y cada comida es una oportunidad de explorar la diversidad cultural de Taiwán.
La estancia de tres meses en Taiwán transcurrió rápido, porque cuando uno disfruta y se siente en plena inmersión con el entorno y su paisanaje, el tiempo parece acortarse y pasa literalmente volando. Eso es buena señal, a pesar de que, para un viajero -que no hay que confundir con quién hace “turismo”-, cualquier rincón puede ser sorprendente y ser una excusa para estimular muchas experiencias. Aunque no era mi primer paso por el Lejano Oriente, tras varios viajes y estancias anteriores en la China continental, Japón, Corea del Sur y Vietnam, la isla Hermosa me dejó un profundo respeto al haber sabido integrar las influencias extranjeras en su identidad tan singular. Cada capítulo de su historia ha dejado huellas que enriquecen su presente.
Hoy, Taiwán, es mucho más que un motor tecnológico. No es sólo una inmensa fábrica de chips o un enclave caracterizado por un contencioso político internacional, como a veces de forma tan reductiva se plasma en la prensa occidental. Es una isla hermosa, como en su momento la llamaron los navegantes portugueses y españoles, donde la historia, la naturaleza y la cultura se entrelazan en una armonía que invita a ser descubierta.
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