El verano del 2011 fue un momento especial. Terminaba mi carrera universitaria en Madrid, cargado con las inquietudes típicas de los veinte años, cuando embarqué en un viaje para vivir una experiencia de voluntariado en la India. Realmente, la decisión fue tomada medio año antes, cuando se formó un grupo de universitarios y llevamos a cabo unas actividades de preparación para aclimatarnos espiritualmente a la experiencia que íbamos a vivir.
Junto con un pequeño grupo de compañeros, nos trasladamos al corazón del Estado de Karnataka, para convivir en un colegio jesuita en un rincón remoto llamado Pannur Jagir. Ese viaje no solo me llevó a otro continente, sino que me transportó a una realidad que nunca imaginé y que, inevitablemente, remueve por dentro y cuestiona.
El comienzo de un viaje al otro lado del mundo
No sólo fue un viaje en términos geográficos, a otro lado del mundo, sino un viaje a la frontera de lo humano, un viaje de frontera, como precisamente se titula la revista que acoge este artículo. Nos esperaba un lugar para desafiarnos físicamente, pero también a nivel cultural y espiritualmente.
Recuerdo la sensación de aterrizar en Bangalore, la megalópolis del sur de la India que hoy ya ha superado los 13 millones de habitantes. Nada más salir del avión, uno ya intuye por las primeras sensaciones y percepciones que está en otro mundo, que ha pisado la “frontera”, tras la cual uno se adentra en otros mundos que coexisten en un mismo universo.
Conocida como el “Silicon Valley de la India”, Bangalore es un contraste brutal entre la modernidad y la tradición. En sus rascacielos de cristal trabajan algunos de los ingenieros más brillantes del mundo, sobre todo informáticos y programadores, mientras que en sus mercados tradicionales se negocian especias, telas y flores con métodos que parecen no haber cambiado en siglos.
Pasamos allí varios días. Una ciudad vibrante y caótica, un hervidero de sonidos, olores y colores que abruman desde el primer momento. El tráfico parecía una coreografía anárquica, donde coches, motos, bicicletas y hasta vacas convivían en un ritmo que parecía incomprensible para un europeo. En el aire flotaba el olor especiado de las comidas callejeras, mezclado con el humo de los motores y el incienso de los pequeños altares en cada esquina.
Nuestro destino principal, sin embargo, era mucho más tranquilo y rural. Tras varias horas en tren hacia el norte, y luego un largo trayecto en autobús por carreteras precarias, llegamos a Pannur Jagir, un pequeño enclave donde se encontraba el colegio jesuita para niños dalit, los intocables o sin casta, donde permaneceríamos durante las siguientes semanas.
Los niños dalit de Pannur Jagir
El colegio estaba dedicado a educar a niños dalit, un término que hasta ese momento sólo había leído, pero no visto encarnado, en aquella periferia de lo humano. Dalit es una palabra que puede significar oprimido, quebrantado o aplastado y se refiere a aquellos que antes eran conocidos con el término deshumanizante de “intocables”. Con el paso de los años, la comunidad ha elegido el término dalit para sí misma, evitando el apelativo oficial de Scheduled Castes. Actualmente, hay unos 200 millones de dalit en la India, de una población de 1300 millones.
El sistema de castas hindú, en el que la identidad y el estatus se asignan al nacer, se remonta a un antiguo texto sánscrito llamado “Manusmriti” (Las leyes de Manu), y utiliza una doctrina de pureza y contaminación para estratificar a la población en cuatro varnas o castas. En la cima se encuentran los brahmanes (sacerdotes), seguidos por los kshatriyas (guerreros y administradores) y los vaishyas (comerciantes), y en la base están los shudras (sirvientes o trabajadores). Los dalit están por debajo de este sistema, que los considera “intocables”. La intocabilidad fue abolida legalmente en 1950, cuando la India se convirtió en una república. Sin embargo, sigue arraigada en las costumbres de la India.
La India tiene un estatuto especial para abordar los crímenes contra los dalit. El Parlamento aprobó la Ley de castas y tribus desfavorecidas (Prevención de Atrocidades) en 1989. Su existencia es un reconocimiento de que los dalit sufren una violencia y un odio desproporcionados, y la ley apunta a los crímenes contra el grupo. También permite juicios rápidos, tribunales especiales y castigos severos.
El contacto con esos niños fue, sin duda, lo más significativo y gratificante de mi experiencia. A pesar de las carencias materiales y las dificultades que enfrentaban en su día a día, irradiaban una alegría preciosa. Llegaban al colegio con uniformes humildes, pero bien cuidados, y sus sonrisas eran capaces de refrescar incluso los días más calurosos y agotadores. La penuria puede llevarse con inmensa dignidad. Qué ejemplo de humanidad fueron esos niños para nosotros.
Las jornadas de trabajo en el colegio eran intensas. Nos dividíamos entre tareas de enseñanza, apoyo logístico (limpiar un pozo, pintar, ayudar a llevar ladrillos a una construcción) y actividades recreativas. Los niños aprendían todo con entusiasmo, pero lo que más disfrutaban eran los juegos al aire libre. Allí descubrí que, para ellos, cualquier cosa podía ser el mayor de los tesoros.
En aquella aldea compartimos las comidas con los niños y los jesuitas, y descubrí platos como el sambar y el dal, que se servían con arroz o pan roti. Todo estaba cargado de especias, y aunque al principio el picante resultaba difícil de tomar, terminé adorándolo. No obstante, tengo que reconocer que las cocineras del colegio preparaban la comida menos especiada para nosotros. De otro modo, nuestras bocas hubieran echado fuego.
¿Qué futuro tienen los niños dalit que conocimos? ¿Qué habrá sido de ellos? Si bien los dalit se encuentran entre los ciudadanos más marginados del país, condenados a los niveles más bajos de la sociedad por una rígida jerarquía de castas, se han producido algunas mejoras en los últimos tiempos. Las cuotas para los dalit en las instituciones estatales han reducido las brechas en materia de educación, ingresos y salud.
De hecho, los dalit ahora cuentan con algunos referentes en la vida social india, sobre todo a nivel empresarial. También en la política, como Mayawati, ex primera ministra de Uttar Pradesh, una de las líderes dalit más influyentes de la India. Algunas instituciones defienden activamente sus derechos, como los jesuitas a nivel educativo. De hecho, la educación católica, plenamente universal, ha permitido promocionar socialmente a los dalit, levantando barreras que de otro modo hubieran sido infranqueables para ellos. Sin embargo, un número significativo de dalit continúan desempeñándose en ocupaciones que otros rechazan, como la eliminación de animales muertos y la limpieza de alcantarillas.
La presencia jesuita en la India
El colegio donde estuvimos formaba parte de la extensa red de instituciones educativas y sociales que los jesuitas han establecido en la India desde el siglo XVI. Llegaron al subcontinente en 1542, con San Francisco Javier a la cabeza, y desde entonces han jugado un papel crucial en la educación y la asistencia social, especialmente entre las comunidades más desfavorecidas.
Francisco Javier fue uno de los fundadores de la Compañía de Jesús. Enviado a Goa en 1542 como parte de las misiones portuguesas, su llegada marcaría el inicio de la actividad jesuita en la India, pero también supondría un capítulo importante en la interacción entre Occidente y Oriente. Su enfoque misional, educativo y cultural todavía pervive y es muy notable.
San Francisco Javier se dedicó a evangelizar comunidades costeras como los paravas. En el siglo XVI, los jesuitas comenzaron a establecer centros misionales más allá de Goa, incluyendo Tamil Nadu y Kerala. Estas regiones se convirtieron en puntos clave debido a sus comunidades multirreligiosas (hindúes, musulmanes y cristianas). Un personaje destacado de este período fue Roberto de Nobili, quien llegó a la India en 1605. Para ganar la confianza de las élites hindúes, se adaptó al estilo de vida local, viviendo como un asceta, aprendiendo sánscrito y tamil, y adoptando prácticas como el vegetarianismo. A este método lo llamó accomodatio.
Los jesuitas adoptaron métodos vanguardistas y únicos para la evangelización en India. En lugar de imponer prácticas religiosas extranjeras, integraron elementos culturales indios en su labor misionera. Esto incluía el uso de vestimenta local y la celebración de la misa con elementos indios. Tradujeron textos religiosos al sánscrito, tamil y malabar, preservando y difundiendo conocimientos locales.
La dedicación de los jesuitas a los dalit en Pannur Jagir me pareció un ejemplo vivo de su compromiso con la justicia social y la dignidad humana. Los jesuitas que conocí tanto allí como en otro colegio más grande de una localidad cercana algo más grande, Manvi, eran hombres profundamente entregados, que combinaban una espiritualidad sólida con un enfoque práctico y realista. Su labor no se limitaba a la educación, también trabajaban para mejorar las infraestructuras locales, asegurar acceso al agua potable y promover el desarrollo comunitario.
Excursiones y contrastes en Hampiy Goa
Al término de nuestra estancia en Pannur, aprovechamos unos días para explorar otras partes de Karnataka. De allí partimos hacia Hampi, un lugar que parece sacado de un sueño. Es un conjunto de ruinas de templos hindúes, declarado Patrimonio de la Humanidad por la UNESCO, y una joya de la arquitectura Vijayanagara. Recorrer Hampi fue como viajar en el tiempo. Los intrincados grabados en piedra narraban historias de dioses, reyes y batallas. Me impresionó especialmente el templo de Virupaksha, donde las campanas resonaban con una melancolía que parecía eterna.
Finalmente tuvimos la oportunidad de visitar Goa, una antigua colonia portuguesa que hoy es un paraíso de playas y palmeras. En Baga, una de sus playas más famosas, se puede ver un mundo completamente diferente e incluso ajeno al que había vivido en Pannur. Es como si la costa y el interior fueran universos paralelos. Los turistas disfrutaban del sol, el mar y la vida nocturna, ajenos a las realidades de los niños dalit y las luchas sociales que acabábamos de conocer. Goa también tiene una rica herencia cultural. Sus iglesias barrocas, como la Basílica del Buen Jesús, donde reposan los restos de San Francisco Javier, son testigos de la profunda huella que dejaron los misioneros jesuitas en la región.
Un recuerdo imborrable
Volver a España después de aquel verano tan especial no fue fácil. La India había dejado en mí una huella que aún hoy siento con claridad. Los niños dalit, con sus miradas llenas de esperanza, nos enseñaron más de lo que podríamos haberles dado. Aprendí que la felicidad no depende de lo que poseemos, sino de cómo enfrentamos la vida.
El colegio de Pannur Jagir me mostró las injusticias de un sistema de castas que sigue latente, pero también la fuerza de quienes luchan por superarlo. Hoy, cada vez que pienso en la India vienen a mí las sensaciones que embriaga aquel país, sus contrastes, pero, sobre todo, las sonrisas de aquellos niños. Ese viaje fue sin duda un regalo, una ocasión de estar en la frontera, y observar las contradicciones de un mundo sin duda complejo, que nos pide más humanidad.
* Antes de partir de regreso a Madrid, estando en Bangalore, participé en un foro de diálogo interreligioso que se celebraba en la sede del centro Arshivad, institución asociada a la Universidad Saint Joseph. Las reflexiones dieron forma a un artículo publicado en Frontiere el 31 de diciembre de 2023, titulado “Premisas para un diálogo interreligioso”: https://www.frontiere.info/premisas-para-un-dialogo-interreligioso/
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