Un recorrido turístico por la Roma del siglo XXI, con parada obligada en los altares del hegemón mundial y en sus monumentos a la amnesia colectiva para un pueblo consumidor de mitos.
Bienvenido a Washington D.C., donde la historia se encubre con piedra y la verdad es cuidadosamente editada. Esta no es solo la capital de un país: es el escenario principal de un imperio donde los ideales de libertad, igualdad y democracia se proclaman como eslóganes y se exhiben como souvenirs, mientras el poder real se concentra en unos pocos despachos restringidos a una élite cortesana que, enarbolando la bandera de la meritocracia, actúa con nepotismo, endogamia, cooptación y muchas puertas giratorias.
Visitar Washington D.C. es como entrar en una gigantesca obra de teatro donde cada columna dórica y cada estatua grita: “¡Nosotros inventamos la libertad!”. Es la capital de una nación que se autodefine como pueblo elegido y cuna de la democracia moderna, pero que se levantó mediante el trabajo esclavo y el genocidio de indios.
Nos recibe desde la distancia el gigantesco obelisco que apunta al cielo como si intentara compensar algo. Homenajea a George Washington, padre de la patria, general victorioso y, por supuesto, un distinguido esclavista. Para sus plantaciones, compraba y vendía seres humanos, pero eso no está en ninguna inscripción. Es lo que tiene ser anglosajón y gozar del derecho a escribir la historia propia y la ajena, con inmunidad y superioridad moral. Doce presidentes de los Estados Unidos tuvieron esclavos, ocho de ellos mientras eran presidentes.
Para los que saben de simbolismo, el obelisco es otra cosa: un pilar solar, un eje místico, un guiño a Osiris y a la tradición ocultista de los padres fundadores, muchos de ellos masones de alto grado. El obelisco está perfectamente alineado con el Capitolio al este y con la Casa Blanca al norte. ¿Casualidad? En el Distrito de Columbia, nada lo es.
Otro “Founding Father,” Thomas Jefferson, autor de la famosa frase “todos los hombres son creados iguales”, llegó a poseer varios centenares de esclavos. Abrazó un racismo paternalista, según la propia fundación que administra su antigua finca, Monticello, y comparó la liberación de esclavos con el abandono de niños. A una de ellas, Sally Hemings, la tuvo como concubina desde que ella tenía 14 años. Pero eso tampoco aparece en su memorial. Jefferson reposa en un templete neoclásico inspirado en el Panteón de Roma. Una arquitectura pagana para honrar a un deísta. Es el colmo de la ironía: el templo a la libertad erigido para un hombre que negaba la libertad a los no blancos, todo coronado con citas esculpidas que hoy harían sonrojar a cualquier activista.
El relato de la ciudad nos cuenta que Washington, Jefferson, Madison, Franklin, Hamilton, Adams etc., fueron los arquitectos de la “Libertad”. Pero eran una mezcla de latifundistas, banqueros, masones, comerciantes y abogados con abundantes intereses creados. Querían independencia, pero para consolidar su poder sin la injerencia británica. Y eso sí, con elegantes pelucas y tratados de moral política. En Washington las referencias a la Constitución son continuas. El texto sagrado de la república afirma la igualdad de todos los hombres… excepto si eres indio, negro, hispano o simplemente no protestante. La magia de la Declaración de Independencia reside igualmente en la contradicción: un documento universal y oportunamente abstracto para proteger privilegios particulares y concretos. El lugar donde se guarda, el Archivo Nacional, parece una cripta: protegida, vigilada, casi religiosa. Porque toda república necesita su reliquia. El texto es un ejercicio brillante de retórica ilustrada que sirvió para justificar una insurrección burguesa. El grito no era por libertad universal, sino por el derecho de una élite colonial a dirigir su propio negocio sin la tutela de Londres.
Una imitación barata de algo parecido ocurrió poco después al sur del río Grande contra España, liderada por una corrupta élite burguesa y criolla bien pagada por la pérfida Albión y cuyos herederos llevan dos siglos poniendo innumerables excusas al absoluto fracaso de su proyecto. Por cierto, resulta hilarante encontrar en Washington una estatua de Benito Juárez, el prócer de México. Otro “Estados Unidos” devenido en un (narco)sucedáneo más averiado que el vecino del Norte, con respecto al cual perdió la mitad de su territorio original. De hecho, México perdió aproximadamente el 55% de su territorio a Estados Unidos como resultado del Tratado de Guadalupe Hidalgo, firmado el 2 de febrero de 1848. Este tratado puso fin a la guerra entre México y Estados Unidos, y obligó a México a ceder una gran extensión de tierra, incluyendo los actuales estados de California, Nevada, Utah, Nuevo México, Arizona, y partes de Colorado, Kansas, y Wyoming. Los mexicanos ganaron una ficticia independencia para convertirse en el felpudo de los Anglos, habiendo sido en tiempos del Virreinato el verdadero centro cultural y económico de la Monarquía Hispánica. Pero hoy no toca hablar de esto. Volvamos a Washington.
Abraham Lincoln es venerado como el libertador de los esclavos. En realidad, emancipó solo a los esclavos de los estados rebeldes, como medida de guerra, no de justicia. Una guerra civil que dicho sea de paso costó la vida a casi 750.000 estadounidenses, porque cuando estos se ponen a matar lo hacen de manera muy eficaz, como demostrarían ya todos unidos un siglo después. En su monumento se representa a Lincoln como un Zeus marmóreo, vigilando la ciudad. Se ignora muy convenientemente que opinaba que los negros y blancos no podían convivir en igualdad y que prefería deportarlos al sur, es decir, a lo que había sido la América española.
Seguimos nuestro recorrido por el National Mall, escenografía donde cada monumento es una pieza de mitomanía que sirve como terapia colectiva para un país que no pierde ocasión para retorcer la historia y engalanar su memoria selectiva. Obviamente, nada de invasiones, ni dictaduras financiadas, ni golpes de Estado patrocinados. Solo libertad, coraje y sacrificio. Y fuegos artificiales el 4 de julio. Los museos de la capital lo dicen todo: narrativas pulidas, vitrinas brillantes y el colonialismo presentado como una excursión cultural. El Smithsonian, como si quisiera emular al Museo Británico de Londres, nos expone una colección de objetos saqueados del mundo entero, bajo el noble lema de “preservación”. Como si robarle a otros fuera un acto de civilización.
El Vietnam Veterans Memorial, por ejemplo, honra a los soldados muertos sin mencionar que fue una guerra de invasión atroz, donde el ejército del autodenominado “Mundo Libre” arrojó el doble de bombas en Vietnam que las lanzadas en toda la Segunda Guerra Mundial en Europa y Asia, incluyendo guerra química sobre la población civil, como el agente naranja. Más allá de las producciones de Hollywood -casi siempre indulgentes y condescendientes cuando no legitimadoras con los suyos- los visitantes de este memorial deberían completar su visita con el Museo de la Guerra en Saigón y documentarse sobre las masacres cometidas por sus supuestos héroes.
Con el Memorial de Martin Luther King Jr., pasa tres cuartos de lo mismo. Lo muestra como un profeta de la paz, pero evita su crítica frontal al militarismo estadounidense, a la injusticia sistémica perpetrada por los “wasp” contra su raza y a la hipocresía del sueño americano. ¿Y qué decir del monumento a Franklin D. Roosevelt, el presidente que encerró a ciudadanos japoneses en campos de internamiento?
Comprobamos que el National Mall funciona a la manera de un pasillo ajardinado que hace de pasarela ritual del Imperio. No solo es un espacio simbólico: es también un eje ceremonial que conecta los principales monumentos como una suerte de vía iniciática. Del Capitolio al obelisco, y de allí al Lincoln Memorial, todo fluye como un circuito de energía nacionalista. En el centro de todo: la reflecting pool, un espejo de agua donde el poder se contempla a sí mismo, tan misterioso como mentiroso.
Los pueblos indígenas originarios aparecen como notas al pie en los museos, siempre en tono respetuoso pero arqueológico. Su exterminio sistemático no tiene monumento propio en el Mall. Lo más cercano es el Museo Nacional del Indio Americano, convenientemente encapsulado, lleno de piezas culturales, pero sin reconocimientos ni acusaciones claras de la limpieza étnica que se perpetró. Sería de mal gusto arruinar la estética de la victoria moral con una verdad tan poco cinematográfica. Para que luego los gringos vayan dando lecciones de moral en ámbitos como el hispano, donde a pesar de los claroscuros que tiene todo proceso civilizador, nadie puede cuestionar que a un lado hubo mestizaje y al otro segregación. Los verdaderos dueños de estas tierras están “museificados”. Su historia aparece desactivada, convertida en etnografía. El mencionado museo es un intento de redención, pero sin memoria histórica auténtica, sin mención a las escuelas de asimilación forzada y sin denuncia de los tratados rotos. Porque reconocer genocidios rompería la narrativa oficial que nos entrega la capital.
Llegamos ahora al Capitolio, majestuoso edificio que no es solo sede del Congreso: es un templo esotérico. En su cúpula se encuentra “La apoteosis de Washington”, una pintura donde el primer presidente es divinizado entre deidades romanas. Literalmente. Un ejemplo perfecto de mitomanía nacional con pinceladas de culto solar. El edificio está alineado según patrones geométricos diseñados por Pierre Charles L’Enfant, otro iniciado en el simbolismo masónico. Detrás de cada sala y pasillo, hay un poder ceremonial que solo unos pocos intuyen.
Sus columnas corintias y un aire de solemnidad disimulan muy bien las constantes actividades de los lobbies que campan en sus entrañas. Aquí, en este impresionante templo neoclásico, se simula una democracia donde cada voto vale lo que dicta el fondo de inversión que lo financia. Dentro del Capitolio, los congresistas se turnan entre hacer discursos sobre la libertad y aceptar donaciones de grandes corporaciones que explotan a trabajadores en las periferias del sistema. Los comités del Senado y de la Cámara de Representantes parecen sucursales de empresas armamentísticas, constructoras, petroleras, aseguradoras, farmacéuticas y grandes tecnológicas. Allí se legisla con una mano y se factura con la otra. En la escalinata principal, nuestro olfato nos alerta de un penetrante hedor a azufre que ha quedado impregnado en ese lugar, que los lugareños atribuyen a Nancy Pelosi, una de las víboras de la misma raza que Hillary Clinton.
Ahora llegamos al lugar donde reside el CEO del “Mundo Libre”. La residencia oficial del presidente, con su fachada neoclásica y de un blanco reluciente es un recordatorio de la obsesión estadounidense por las apariencias. Desde aquí se han firmado decretos que han derrocado gobiernos, bombardeado hospitales, y aprobado ejecuciones extrajudiciales con drones en países cuyas gentes apenas saben pronunciar “McDonald’s”… y todo en nombre de una Democracia que se concibe como mercancía de exportación. El Despacho Oval es el lugar donde se decide si un presidente es “fuerte” (cuando invade), ‟decidido” (cuando sanciona y embarga países), o ‟blando” (cuando quiere negociar). Entre guerras, escándalos y shows mediáticos, los inquilinos de la Casa Blanca han cimentado el poder de un país que dice defender “un orden basado en reglas”… las suyas, y con métodos nada ejemplares.
FDR logró lo que ningún otro: vender esperanza en plena Gran Depresión con un New Deal que reforzó al Estado sin parecer socialista. Pactó con Stalin por la paz, mientras desarrollaba en secreto el arma más devastadora de la historia que finalmente usaría su sucesor. Truman, además de ordenar destruir con bombas atómicas Hiroshima y Nagasaki, matando a decenas de miles de inocentes en ese acto, fundó la CIA sin saber que estaba firmando el nacimiento del Estado profundo. Eisenhower, el héroe de Normandía, llegó a esa casa a punta de medallas, y gobernó con la misma calma que un veterano jubilado hasta que, en su último discurso, nos dejó una advertencia sobre el “complejo militar-industrial”, ese monstruo que él mismo ayudó a engordar. Las guerras preventivas salen de este salón, junto a selfies con celebridades y días de la hamburguesa nacional. Un presidente puede ser admirado por “matar a Osama bin Laden” y criticado por intentar cerrar Guantánamo.
Detrás de la Casa Blanca, en Lafayette Square, divisamos la estatua ecuestre del presidente Andrew Jackson, insigne comerciante de esclavos y el ejecutor más activo del programa “Destino Manifiesto” que condujo a la deportación de millones de nativos americanos, mientras la joven nación expandía ambiciosamente su frontera a todo el Oeste de Norteamérica. Esta ideología racista y expoliadora basada en una supuesta superioridad anglogermánica ha seguido impregnando la sociedad norteamericana. Durante el mandato de Andrew Jackson el Gobierno de Estados Unidos compraba cabelleras y narices amputadas de los nativos norteamericanos y hasta publicó anuncios diciendo que el Estado se comprometía a pagar 50 dólares por la entrega de cada negro fugitivo y 10 más por cada cien latigazos que cualquier persona le diera, hasta un máximo de 300 dólares. Todo eso está publicado en la prensa del año 1804. Cuando Jackson murió era dueño de 150 esclavos y no liberó a ninguno en su testamento.
Tras el sarpullido de wokismo del Partido Demócrata que caracterizó a los tres mandatos de Obama (incluimos en su haber el último con Biden), el movimiento MAGA parece haber engullido definitivamente al Partido Republicano y relanza con determinación la doctrina Monroe sin caretas ni rodeos, lo cual es de agradecer. Supremacismo sin edulcorante. Su primer mandato se hizo a golpe de tuit. Se peleó con la prensa y su gestión fue un meme de cuatro años con final distópico en el Capitolio. Si antes la Casa Blanca era un templo del poder, con Trump se convirtió en un set de televisión, con una segunda temporada recién estrenada que promete tantas emociones como turbulencias comerciales. Atrás queda el interludio de Biden, el abuelo institucional que administró el ocaso imperial entre cabezadas y alquilando el show al payaso de Kiev.
Desde un enfoque urbanístico, el plano de la Washington parece salido de un grimorio. Triángulos perfectos, diagonales que conectan sedes de poder, plazas que evocan ojos y compases. El callejero, con vías como “Constitution Avenue” o “Independence Avenue”, entre otras, hacen de la ciudad misma un manifiesto. Recordemos que los señores de peluca empolvada que diseñaron este país, eran tan aficionados a los ideales ilustrados como a los rituales esotéricos y a la simbología iniciática.
El billete de un dólar, que emite la Reserva Federal, está diseñado por esa misma mentalidad. Es un criptograma repleto de guiños e intenciones: el ojo que todo lo ve, la pirámide, el “Novus Ordo Seclorum”, “In God (¿Gold?) we trust”. El organismo que dirige actualmente Jerome Powell es una institución que no es ni completamente pública ni del todo privada, pero controla la economía mundial con reuniones a puerta cerrada. Subir o bajar los tipos de interés puede colapsar monedas extranjeras y enriquecer a fondos buitre. Desde este templo monetario que hace de cártel bancario al servicio del capitalismo de amiguetes, se imprime el dinero que el mundo entero usa, y junto al Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial -también vecinos de esta ciudad e hijos de los Acuerdos de Bretton Woods-, se diseñan las políticas que endeudan naciones enteras en nombre de la estabilidad. La deuda externa de muchos países del Sur Global se cocina aquí, entre tazas de Starbucks y envoltorios de Big Macs pringados de kétchup. Washington no solo encarna un poder material, sobre los cuerpos sometidos a los capitales, sino que también es la escenificación de un dominio espiritual sobre sus súbditos, que somos ya todos, a escala planetaria.
A lo largo de Pennsylvania Avenue, dejado atrás el icónico Waldorf Astoria, nos topamos con la sede del FBI, agencia que no se explica sin Edgar Hoover, quien la dirigió por casi medio siglo acumulando un poder que rivalizaba con el del presidente. Chantajeó, persiguió y espió todo lo que quiso y más. El FBI se convirtió en una maquinaria de vigilancia interna al servicio del statu quo. Y hoy, con la NSA y la Patriot Act, el sueño de Hoover está más vivo que nunca. Edward Snowden reveló que los ciudadanos estadounidenses (y medio planeta) eran espiados masivamente, sin autorización ni control judicial. Julian Assange con Wikileaks expuso crímenes de un “Estado profundo” que nunca duerme. El periodismo crítico se reemplazó por opinólogos con contrato. Las filtraciones son perseguidas, no investigadas. Y cuando estalla un escándalo, el sistema se sacude, pero nunca se rompe. Watergate fue una excepción, no la regla. El escándalo no fue un desliz, fue su forma de operar. Nixon renunciaría envuelto en teorías, rencores y grabaciones. Su presidencia dejó claro que en la política norteamericana, el delito no es el problema: es que te pillen.
Recordemos que Carter acabó financiando a los futuros talibanes y terminó secuestrado por la crisis energética y los rehenes en Irán. Pero el presidente que convirtió la política en espectáculo fue Reagan. Con él, Hollywood llegó a la Casa Blanca. Vendía optimismo mientras desmontaba sindicatos y redistribuía la riqueza hacia arriba. Inundó Centroamérica de armas y propaganda. El lema del Reaganomics era “gobierno pequeño”, pero expandió el gasto militar como nunca antes. Murió siendo un mito pop… como si su presidencia hubiera sido una película. Le sucedería George H.W. Bush, el ejecutivo del Deep State. Un presidente con las manos manchadas de petróleo y sangre. Ex director de la CIA, Bush padre supo invadir sin hacer mucho escándalo: Panamá cayó como si fuera un trámite burocrático y la primera Guerra del Golfo se transmitió como un reality show en la CNN. Su gestión fue la de un tecnócrata eficaz del imperio, sin aspavientos ni exabruptos. Su campaña de “un nuevo orden mundial” mientras la URSS se desmoronaba, sonó a amenaza envuelta en diplomacia.
Clinton desreguló los mercados, firmó el NAFTA y profundizó la encarcelación masiva de afroamericanos, todo mientras hacía de embajador cool del globalismo feliz de los años 90. El escándalo con Monica Lewinsky fue el lado farandulero de una presidencia que encubría guerras, privatizaciones e infidelidades a golpe de tecla de su saxofón. Le sucedió Bush hijo, que llegó por la puerta trasera del Colegio Electoral, convirtiendo el 11-S en un cheque en blanco para invadir el mundo. Inventó armas de destrucción masiva y exportó democracia con bombas, haciendo de Oriente Medio un agujero aún más negro. Gobernó entre lapsus lingüísticos y desastres estratégicos, resumiendo su legado en Guantánamo y Abu Ghraib. Obama, sin embargo, fue el camaleón perfecto que el sistema necesitaba en ese preciso momento: promesa progresista y ejecución neoliberal al rescate de la banca. Un político postmoderno con discurso elegante, articulado pero continuista. Ganó el Nobel de la Paz mientras intensificaba la guerra con drones. Hablaba de esperanza mientras deportaba en silencio a más migrantes que ningún otro presidente.
Estados Unidos no cambia de guion, cambia de actor. Algunos fueron héroes, otros villanos, pero todos egos en busca de posteridad. Washington nos recuerda que este imperio no se construyó con verdades, sino con buenos discursos. Entre monumentos, escándalos, guerras y promesas rotas, la historia presidencial es menos una lección cívica y más una tragicomedia. Para ello son clave los llamados think tanks, que producen ideas rápidas, funcionales y patrocinadas por y para el Establisment. Brookings, Cato, Heritage, RAND… todos tienen su nicho. Su función es vestir de argumentación técnica lo que es pura voluntad de poder. Y luego, la prensa oficialista, los llamados legacy media (CNN, ABC, NBC, Fox, etc.) convierten esos informes en verdad revelada para el vulgo.
Washington también es ciudad de fantasmas convenientemente mitificados. John F. Kennedy, fue primer mito católico de este país cuyo – oportuno – asesinato sigue rodeado de misterio. Kennedy fue la política hecha glamour y portada de revista. Tenía estilo, carisma y un ejército de asesores para pulir sus discursos. El desastre que le supuso la invasión de bahía Cochinos -posiblemente una trampa tendida contra él desde dentro- y luego la crisis de los misiles de Cuba, junto con su afán de predicar integridad, le granjearon no pocos enemigos. Había comenzado a proteger derechos civiles, con el mismo afán con el que consumía calmantes y frecuentaba amantes. Pero es con su sucesor, Lyndon Johnson, cuando comienzan de verdad los bombardeos masivos en Vietnam y el gran negocio de la guerra, dando rienda suelta al déficit fiscal. El tejano fue un progresista por necesidad y un belicista por obsesión. Y su legado, dividir a la nación como nunca antes.
A la otra orilla del Potomac, se encuentra precisamente el Pentágono, donde la guerra es el negocio, aunque se etiquete como Seguridad Nacional. Desde Vietnam hasta Afganistán, pasando por Irak, Libia, Siria y ahora Ucrania, este singular edificio produce doctrina, presupuesto y armas con una eficiencia que ya quisieran las fábricas de Tesla. El “complejo militar-industrial” no es un mito: es una lógica económica. Se fabrican guerras para justificar más gasto en armas, y se venden armas para alentar más guerras. También se manejan los hilos de títeres que a veces salen rana y se convierten en enemigos.
Washington D.C. no solo celebra una nación: canoniza una narración y la codifica en piedra, geometría y ritos. Cada monumento es una declaración. Cada alineación simbólica un mensaje que solo un transeúnte debidamente despierto puede captar. Es el escenario donde la contradicción se maquilla con arquitectura neoclásica y donde las violaciones fundacionales se transmutan en “sacrificios patrióticos”. Washington D.C. no es solo la capital de un país: es la oficina central de una ficción global. Aquí se administra la narrativa de Occidente y se esculpen los “valores del Atlántico Norte”. Se define quién es bueno y quién es malo, quién es invadido y quién liberado. La ciudad está llena de museos, pero también de silencios. Y, sin embargo, millones de turistas la visitan cada año como si fuera un Disney de la gran política.
Washington D.C. es la paradoja encarnada: capital de la libertad, sede del control; guardiana de la democracia, imperio de la vigilancia; santuario donde se ordenan operaciones clandestinas y guerras preventivas. Es posiblemente la única ciudad del mundo donde los monumentos son más honestos que los políticos. La arquitectura grita “república”, pero el eco devuelve “oligarquía”. Una ciudad cuyo fundamento es la omisión y el eufemismo de la corrección política. Washington está diseñada para que el mito de los fundadores opere como liturgia civil y se finja continuidad moral e institucional. Pero debajo del mármol y de la retórica corren ríos de sangre inocente, demasiada contradicción y un pacto fundacional basado en la exclusión y el clasismo, que todavía se expresa sutilmente hasta nuestros días.
Finalmente, la urbe nos regala algunos destellos de verdad, a propósito de la discreta catedral de San Mateo, sede de la Diócesis de Washington. Con su estilo neorrománico y neobizantino, es de una belleza realmente cautivadora. Un verdadero valladar de buen gusto católico. Esta experiencia se colma con la agradable sorpresa de tropezarnos con una comedida estatua de la reina Isabel (“la católica”, por si hay algún despistado) que eclipsa quijotescamente el frontispicio de la sede de la Organización de Estados Americanos. Una institución que por situarse precisamente en esta ciudad y no en otro punto de América, no hace justo honor a esta monarca hispana y universal.
Esta ciudad ha hecho mucho por el mundo: ha perfeccionado el arte de decir una cosa y hacer la contraria con tal elegancia que hasta el cinismo parece ético. En ese sentido, Washington no es solo la capital de Estados Unidos. Es la capital de la posverdad. Y es que la verdadera fundación de Estados Unidos, no está en sus ideales, sino en su capacidad para narrar sus crímenes como virtudes. Y Washington, sin duda, es su mejor homenaje.
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