Albert Cortina
Los Capuleti y los Montecchi son facciones políticas rivales (güelfa y gibelina respectivamente) en la famosa ópera de Vicenzo Bellini estrenada en 1830 sobre un libreto de Felice Romani basada en el drama de Romeo y Julieta. Los guelfi y los ghubellini son los términos italianos con los que se denominaban a las dos facciones que desde el siglo XII apoyaban en el Sacro Imperio Romano Germánico respectivamente a la casa de Welf y a la casa de los Hohenstaufen. Su contexto histórico era el conflicto secular entre el Pontificado, que pasaría a estar apoyado por los güelfos contra el Emperador, apoyado por los gibelinos. Durante aquella época estos eran los dos poderes universales que se disputaban el Dominium mundi.
Han pasado varios siglos desde aquellos conflictos de la época tardo-medieval. No obstante, en los inicios del siglo XXI, bien podríamos sustituir los güelfos y los gibelinos por los precautorios y los proaccionarios.
Los retos que desafían a la humanidad en esta nueva etapa de la civilización son radicalmente diferentes y tienen una relevancia extraordinaria. A menudo no entendemos los cambios disruptivos que comportarán las cuatro revoluciones simultáneas que están cambiando nuestro mapa de la realidad: la revolución digital, la revolución biotecnológica, la revolución espacial y la revolución de la conciencia.
En este sentido, hay que afirmar con claridad que la cuestión central en la agenda política y social del mundo en los próximos años a nivel global será la transformación biotecnológica del ser humano y del planeta. Y esta transformación se producirá dentro del concepto más genérico de incremento evolutivo de la complejidad y de la vida inteligente en un contexto nuevo de adaptabilidad.
Las ideologías del transhumanismo y del ecomodernismo cada vez son más conocidas y se perciben como constitutivas del Nuevo Orden Mundial en construcción que condicionará radicalmente nuestro futuro. Sin embargo, no se producen suficientes debates abiertos y transversales para discernir las consecuencias favorables y desfavorables que conllevará su extensión hegemónica global.
El pasado mes de octubre se celebró en Madrid la vigésima cumbre futurista mundial TransVisión 2018 organizada por Humanity Plus y otras asociaciones y organizaciones transhumanistas que trabajan en conceptos futuristas como la extensión de la longevidad, la inteligencia artificial, la mejora humana, la ampliación de las capacidades físicas y cognitivas de las personas, las tecnologías exponenciales y las tendencias disruptivas de futuro.
Pronto, el eje divisorio fundamental entre los ciudadanos no será, ni mucho menos entre güelfos y gibelinos, ni siquiera entre derechas e izquierdas como lo ha sido en los últimos siglos, sino entre precautorios y proaccionarios, tal y como afirma el sociólogo de la ciencia Steve Fuller. Los primeros, seguidores del principio de precaución, pondrán obstáculos, límites éticos y/o religiosos a la transformación biotecnológica del ser humano y de la biosfera, en tanto que los segundos, seguidores del principio proaccionario, serán favorables a la hibridación de las personas y de la naturaleza con la tecnología, promoverán la aceleración de las biotecnologías exponenciales en todos los campos, ordenarán la convivencia entre los humanos, los transhumanos (ciborgs) y los posthumanos (otra especie diferente al Homo Sapiens) y concentrarán sus recursos personales y económicos para avanzar la innovación y la experimentación sin límites en el ser humano, en el planeta tierra y en el universo cercano. Está por ver de qué manera los viejos ejes ideológicos se distribuirán dentro de esta nueva división.
Por tanto, el discutible derecho a decidir ilimitadamente sobre la modificación y el diseño genético de nuestro propio cuerpo y sobre las transformaciones biotecnológicas en nuestro entorno natural constituirá un nuevo paradigma emergente que implicará posicionamientos contrapuestos y que interpelará a la biopolitica, a la tecnoética, a la bioética y al bioderecho.
Estos procesos experimentales de la ciencia y la tecnología lidiarán pues con cuestiones fundamentales en relación a la aceptabilidad social y a la gobernabilidad democrática, y nos interrogarán sobre la forma en que aparecerán y se gestionarán los límites de la experimentalidad de cara a sus consecuencias sociales y políticas. Estos experimentos tendrán que enfrentarse a incertidumbres crecientes y a la inevitable ignorancia que complica las condiciones para la transición hacia ese futuro biotecnológico, que todos queremos al servicio de las personas y no al revés. Mi apuesta personal es por los postulados del humanismo avanzado que integra y abre nuevos caminos para involucrar a la ciudadanía en procesos de exploración científica desde el que podríamos denominar “principio de responsabilidad proactiva”.
Este principio exige una actitud consciente, diligente y proactiva por parte de la comunidad científica, los centros de investigación y de innovación, las corporaciones tecnológicas, las organizaciones y los organismos públicos y privados y la ciudadanía en relación a la experimentación sobre el ser humano, su hábitat y el entorno natural.
Los antropólogos y genetistas evolutivos nos explican que en nuestro genoma tenemos rastros de antiguos apareamientos entre los humanos modernos y los humanos arcaicos, como los neardentales y los denisovanos que han comportado consecuencias importantes para nuestro genoma actual. Pocos son los científicos y los tecnólogos que han hecho las preguntas adecuadas sobre las consecuencias de los cruces y los frutos del sexo entre especies humanas diferentes y sobre el porqué de la división natural entre las especies. Ahora, el cruce o hibridación que la tecno-ciencia nos propone hacer entre el ser humano y los organismos biotecnológicos abre un camino evolutivo desconocido. Habrá que ser conscientes, debatir abiertamente y de forma transversal y finalmente, llegar a consensos amplios entre precautorios y proaccionarios para resolver, en clave humanista, los enormes retos que tenemos por delante a escala mundial.
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