¿Una ética mundial? La clave de las “reglas de oro”

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Foto Sam Moghadam Khamseh/Unsplash

Hoy en día, hablar de religión es un tema controvertido. Culpada de crear división y acusada de incitar al odio, la religión es considerada por muchos como una de las mayores fuentes de discordia en la actualidad. Personas de todos los orígenes – tanto aquellos que tienen fe como los que no tienen ninguna fe – están cada vez más polarizados en sus puntos de vista. ¿Sería posible encontrar una ética que pudiera ser compartida, al margen de los mandatos normativos a los que nos obligan los ordenamientos jurídicos de los Estados en los que vivimos?

En esta era de división, vale la pena volver a los principios originales de la religión, en sentido espiritual y no institucional, que son universales. Cuando una persona adopta una vida espiritual y se embarca en este viaje interior, introspectivo, las personas que la rodean deben observar una diferencia positiva en su comportamiento; de lo contrario, ¿cuál es el propósito de un viaje espiritual que no logra transformar a alguien?

Todavía muchos de los ciudadanos de Occidente, tal vez la mayoría aún, han crecido y se han educado, e incluso conviven la mayor parte de su tiempo en ámbitos culturales bastante homogéneos. Pero si nos ceñimos a las generaciones nacidas a finales del siglo XX y con más razón en el siglo XXI, el cambio es notable. Sobre todo, en las grandes ciudades europeas, y en general, en Occidente. La inmigración, los avances en el transporte, las empresas multinacionales, la globalización económica, las comunicaciones e Internet han empequeñecido nuestro planeta. Los colegios y vecindarios son ahora ambientes muchísimo más plurales a nivel cultural, étnico y religioso. La diversidad ha reemplazado a la homogeneidad.

¿Pueden las personas diversas aprender a convivir juntas y no sólo a coexistir? ¿Cómo puede nuestro mundo multicultural, plurirreligioso, pero también en cierta medida cada vez más irreligioso, encontrar valores compartidos, una ética común con vocación de universalidad? No hay respuestas simples, fáciles, ni rápidas. A pesar de los crecientes desafíos y problemas por las marcadas diferencias entre grupos sociales, étnicos y religiosos, resulta oportuno explorar la búsqueda de valores compartidos, que, reconocidos recíprocamente, permitan construir espacios de paz y armonía entre comunidades humanas cada vez más diversas en lo cultural y religioso dentro de un mismo país.

En ayuda de la búsqueda de estos valores comunes o incluso de una ética mundial están presentes lo que se ha dado en llamar las “Reglas de Oro” de las religiones, esto es, la síntesis primordial que subyace y a la cual se remiten el resto de elementos que forjan las diversas tradiciones religiosas y espirituales. Prácticamente, la casi totalidad de las principales religiones o espiritualidades del mundo comparten un sustrato común de índole sapiencial y moral de especial valor que las hace guardar entre sí parecidos razonables, por más disímil que sea todo lo demás entre ellas, que pasaría a ser secundario, adjetivo o accesorio.

Si ahondamos en las semejanzas de estas reglas o principios sustantivos advertimos que giran en torno a la idea de reciprocidad. Existen ciertamente unos evidentes paralelismos que acercan a todas las religiones a una idea central común y esencial, dejada por escrito en alguno de sus textos seminales. Pero ¿qué es exactamente la “Regla de Oro”? Sería una suerte de exhortación única o mandato básico que expresaría una intuición formidable, accesible al conocimiento y a la conciencia. En consecuencia, también podría operar como núcleo de un hipotético o futurible código ético mundial, en clave secular, que dotaría de mayor funcionalidad a los “derechos humanos” que, al estar redactados en clave “acreedora”, los completaría desde el lado del débito, como una suerte de “deberes humanos” comunes y compartidos.

Según estudios recientes, ya se mencionaba en el año 3.000 a.C. en la tradición védica india, “No hagas a otros lo que no quieres que te hagan a ti; desea para los demás lo que deseas para ti mismo” (Mahabharata, Anusasana Parva 113.8). En el budismo, “Lo que sea desagradable para ti, no se lo hagas a los demás” (El Buda, Udana-Varga 5.18). En el jainismo, “En la felicidad y en la tristeza, en la alegría y en el dolor, debemos considerar a cada criatura como nos consideramos a nosotros mismos” (Mahavira, 24º Tirthankara).

Entre las citas de la regla de oro más antiguas también se encuentran las del filósofo Confucio, “No hagas a los demás lo que no quieres que te hagan a ti” (Analectas 15.23). En cuanto al judaísmo, podemos leer la Regla de Oro por primera vez en el Libro de Tobías, “Nunca hagas a nadie lo que no quisieras que te hicieran a ti” (Tobías 4, 15) y en el Talmud, “Lo que odias a ti, no lo hagas a tu prójimo. Esta es toda la Ley, todo lo demás es comentario” (Talmud, Shabat 3id). Jesucristo convierte este principio en un mandato positivo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Evangelio de Mateo 22, 36-40). Durante la Edad Media, la regla estuvo incluida en la Regla de San Benito y en la Regola non bollata de San Francisco de Asís.

En el sintoísmo la encontramos así, “Sed caritativos con todos los seres, el amor es la representación de Dios” (Ko-ji-ki Hachiman Kasuga); en el sijismo, “No soy un extraño para nadie, y nadie es un extraño para mí. De hecho, soy amigo de todos” (Guru Granth Sahib), y en el zoroastrismo, “No hagas a los demás lo que sea perjudicial para ti mismo” (Shayast-na-Shayast 13, 29).

Las principales dificultades se ponen de manifiesto en torno al islam. Parece difícil encontrar algo similar a una “Regla de Oro” en la religión mahometana que guarde cierta analogía con las antes mencionadas. Lo más próximo a ese principio para los musulmanes se encuentra en el hadiz nº13 de los Cuarenta Hadices de Al-Nawawi. Sin embargo, el concepto de fraternidad que en él se expone no se extiende a todo el mundo. En efecto, el Corán (9:23) es taxativo cuando afirma que los creyentes no deben tomar por amigos y protectores (awlia) a sus padres y hermanos si aman a la infidelidad más que al islam. De hecho, hay muchos versículos que ordenan a los musulmanes dar muerte a los infieles y tratarlos con dureza.

Por esta razón, de una lectura literal podría resultar harto complicado reconocer alguna “Regla de Oro” en el texto coránico cuando puede leerse lo siguiente en el versículo 48:29: “Mahoma es el mensajero de Alá; y quienes están con él son fuertes contra los infieles, (pero) compasivos entre sí”. Hay muchos otros versículos que exponen de forma clara que en el islam la fraternidad no es universal, no se extiende por principio e indistintamente a todo el género humano. Por esta razón algunas escuelas y miembros de esta religión entienden que el Corán instruye y autoriza a los musulmanes a matar a los infieles allí donde los encuentren (2:191), a no hacer amistad con ellos (3:28), a combatirlos y ser duro con ellos (9:123), y a golpearles en la cabeza (47:4).

Lo anterior daría lugar a entender imposible la consideración de una “Regla de Oro” en el seno del islam, atendiendo al mismo Corán. No sólo por esa negación ética en la relación con el “infiel” sino, además, porque el fin islámico parece situarse por encima del discernimiento del bien y del mal. La salvación islámica justificaría de ese modo el empleo de cualquier medio.

¿Este sentido literalista e integrista de un texto considerado sagrado y su praxis efectiva (sin la aplicación hermenéutica que pudiera salvar un exceso interpretativo y moderar la implicación de lo escrito) permitiría tratar a la fe islámica en los mismos términos que una ideología totalitaria? Sobre este tema, existe un controvertido artículo de opinión “The Golden Rule and Islam”, del políticamente incorrecto Ali Sina, quien fuera director de Faith Freedom, en el que sostiene que “la razón de que yo esté contra el islam es que no es una religión, sino una ideología política de imperialismo y dominación disfrazada de religión”.

A este respecto, una cuestión adicional a destacar es que en las naciones islámicas no podría admitirse el ateísmo en cuanto que la condición de persona – como centro de imputación jurídica de derechos – se tiene en la medida en que se es creyente, miembro de la Ummah. Esto hace que la religión islámica, en su sentido literal y por tanto integral y totalitario, sea tan potente en su difusión y expansión porque hace de todo musulmán un prosélito cuyo objetivo es la conversión del mayor número de infieles. Por ello no es de extrañar tampoco que ciertos sectores fanáticos se amparen en el ejercicio de la violencia para hacer operativo este concepto de “salvación”.

Por este motivo, sería deseable que prevaleciese en el mundo islámico la orientación de las escuelas más abiertas y tolerantes con la diversidad de las teofanías, aceptando metodologías interpretativas que capaciten a los fieles musulmanes a una mayor interacción e intercambio recíproco con miembros de otras comunidades religiosas. La aportación del sufismo a esta tarea sería extraordinariamente valiosa para esa reapertura islámica.

El reconocimiento de las denominadas “Reglas de Oro” resulta ser un pilar clave para construir y desarrollar el diálogo interreligioso, como argamasa para una ética humana común que posibilite levantar la estructura de un intercambio fructífero a nivel cultural y religioso, en términos de reciprocidad y empatía, que completen desde el lado del débito, la función de los derechos humanos. Por eso, desde ese reconocimiento de reglas áulicas similares o análogas, han de ser bienvenidas las iniciativas que incumban al diálogo interreligioso, como son el Parlamento de las Religiones y el Encuentro de Asís. Ambos foros son demostrativos de que las diversas tradiciones religiosas y espirituales pueden coordinarse entre sí en un entorno de respeto y escucha mutua, alzar su voz y tender puentes entre los diversos grupos humanos, con independencia de sus lenguas, etnias, credos y nacionalidades, desmarcándose de la violencia como mecanismo de resolución de conflictos.

Haciendo retrospectiva, llama poderosamente la atención el lema que se eligió para el Parlamento de las Religiones celebrado en Barcelona en 2004: “estar juntos para orar”. Una idea que no equivale a la de “orar juntos”. Es evidente que, aunque todas las religiones parecen apostar por la paz – independientemente de las verdades que profesen cada una – no por ello se debe confundir el hecho de que rezar de una forma o de otra es lo mismo. Esto podría producir una pérdida de sensibilidad, de modo que como atinadamente se estableció en aquel foro, lo apropiado era estar juntos, pero que cada grupo rezara en su tradición, con sus ritos, símbolos, textos sagrados y liturgias. Lo opuesto sería llevar la buena voluntad demasiado lejos incurriendo en derivaciones sincréticas y mixtificadoras (“Parlamento de las religiones: 2004”, Cistercium: Revista cisterciense, Nº 235, 2004, págs. 203-215).

Lo sin duda positivo de este foro lo constituye su capacidad de sentar las bases para lograr puntos de acuerdo entre sus participantes, que se fijan en común como compromisos éticos. Hablaríamos en cierto modo de una ética global, cívica, construida sobre la participación y conciliación de los diversas sensibilidades religiosas y espirituales. Unos acuerdos mínimos pero necesarios para sentar las bases de la paz y del mejoramiento social de la humanidad, tal como el desarrollo sostenible, la atención a los refugiados, la superación de la violencia por causas religiosas, la condonación de la deuda externa o la defensa de los derechos humanos.

Como ha sostenido el teólogo González Faus, en “Religiones y ciudad secular”, Razón y fe (Nº 1271-1272, 2004, págs. 113-130), la aceptación de la secularidad es piedra de toque para todas las religiones, pese a los defectos y reduccionismos que aquella haya podido tener, aunque también la sociedad secular ha de tomarse en serio el hecho o la dimensión religiosa, para no transmutar la moderna laicidad o aconfesionalidad del ámbito público en laicismo, en ideología laicista, lo cual podría entrar en conflicto con el derecho al desarrollo de la personalidad y con el derecho a la libertad religiosa, que poseen una dimensión social, necesariamente pública, y no sólo privada.

En cuanto al Encuentro de Asís, cabe remarcar que, a diferencia del Parlamento de las religiones del mundo, es un foro impulsado por la Iglesia Católica para la búsqueda de la paz, configurado principalmente como un diálogo del cristianismo con las demás religiones. Desde los años 90 con Juan Pablo II, el Encuentro de Asís intenta revivir el espíritu del Concilio Vaticano II para el entendimiento entre las religiones consagrado en el texto Nostra Aetate. Esta fue la Declaración del Concilio Vaticano II sobre las relaciones de la Iglesia con las religiones no cristianas, emitida el 28 de octubre de 1965 bajo el Pontificado de Pablo VI.

La elección de la ciudad de Asís quiso expresar la importancia simbólica que la figura de San Francisco representa, como uno de los santos más importantes de la Iglesia y como seguidor de la fraternidad entre los hombres a semejanza de Jesús. La santidad y el sueño de San Francisco fue la búsqueda de una Paz Cosmológica que englobara en armonía a toda la Humanidad, desde el respeto a los semejantes, y a los reinos animal y vegetal. En este sentido, Nostra Aetate describe la unidad del origen de todos los seres humanos y relata las preguntas que han perseguido a los hombres desde siempre y que algunas tradiciones religiosas han intentado contestar. Representó indiscutiblemente un trascendental paso adelante en la teología católica de las religiones.

Sin embargo, la perspectiva que proyecta el documento y este tipo de foros impulsados por una institución en particular, sigue estando profundamente “centrada en el cristianismo”, en el sentido de que ve a otras religiones desde el punto de vista cristiano y utiliza el cristianismo como criterio para evaluarlas. Es lógico y natural que esto sea así, como no puede ser de otra forma. Ahora bien, ¿cómo sería la relación de la Iglesia con las religiones no cristianas si partiéramos de esas otras religiones y las viéramos en sus propios términos, como ellas mismas se ven a sí mismas, es decir, no como “no cristianas”? En este sentido, puede traerse a colación el trabajo Peter C. Phan, “Reading Nostra Aetate in reverse: A different way of looking at the relationships among religions”, Horizonte: revista de Estudos de Teologia e Ciências da Religiao (Vol. 13, Nº. 40, 2015, págs. 1826-1840).

Redescubriendo entre todas las tradiciones religiosas y espirituales ese núcleo sapiencial y moral común y que guardan las reglas de oro, todos podemos vernos convocados a contribuir a mejorar las relaciones interculturales y a aliviar las tensiones sociales. El contenido espiritual e incluso místico al cual invitan las reglas de oro de las religiones pueden igualmente servir de catalizador para superar el violento materialismo que asola hoy al mundo, sobre la base de una antropología reductiva de lo humano. El concierto armónico de las religiones y espiritualidades, sobre la base de las reglas de oro, podría efectivamente contribuir a un cambio pro-humanista paliando así los efectos destructivos de unos estilos de vida y dinámicas organizativas y mercantiles empíricamente insostenibles que amenazan la convivencia y los ecosistemas.

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